Título: To kill a mockingbird (matar a un ruiseñor)
Año: 1962 /129'/ EE.UU.
Dirección: Robert Mullligan
Guion: Horton Foote (novela de Harper Lee)
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: Russell Harlan
Reparto: Gregory Peck, Mary Badham, Brock Peters, Phillip Alford, John Megna, Frank Oberton, Rosemary Murphy, Robert Duvall.
Imprescindible e inolvidable película en la que es difícil encontrar algo que no sea excelente, guion sólido, dirección magistral, actuaciones exquisitas y una historia tan humana como bien contada.
Lo mejor de la película es la forma tan serena y equilibrada en la que la narración va tomando forma, cómo los puntos de giro y los clímax van sucediendo en el momento justo, cuando tienen que suceder. Esa cadencia que nos conduce por un universo tan pequeño como el pueblo en el que se concentra la narración tiene, sin embargo, una lectura mucho más lejana porque se habla, no cabe duda, de cosas universales.
La bonhomía es un concepto que no está de moda, todo hay que decirlo, pero el centro de la narración es la caracterización de un personaje cuya principal virtud es principalmente la bonhomía. Electrizante el momento en el que la población negra se levanta respetuosa de sus asientos cuando el protagonista abandona la sala, y el detalle definitivo de esa escena es que él mismo ni se da cuenta del callado homenaje, del profundo respeto que levanta sobre esa gente. Una escena para la memoria.
Disfrutar de la manera en la que están tratados los personajes infantiles, niños de verdad que sin un ápice de resabia dicen y hacen lo que todos hemos leído que hacían los niños de esa época, niños que son los que reciben el aprendizaje silencioso de la vida de su padre y a quien va dirigido este largo flash back introducido por una cuidada voz en off que no dice más que lo que tiene que decir.
La maravilla de esta película es haber conseguido hablarle a todo el mundo porque desde ese microcosmos, insisto, se abrazan momentos de gran altura porque se ve entre líneas que es la totalidad lo que se quiere abarcar.
Llenarse con esos planos tan cuidados, con los silencios y los movimientos justos, los encuadres casi perfectos en muchos momentos, las caracterizaciones psicológicas tan precisas, tan suscitadas por una cámara que muchas veces no se mueve de una calle en la que sin más, la vida pasa. Pasa a través de los ojos de unos niños que no saben la suerte que han tenido de haberse cruzado con la bonhomía.
Un regalo de película.
Lo mejor: El guion, los actores.
Lo peor:
Imprescindible